La diosa hindú Parvathi le dio a su hijo Murugan una lanza para derrotar a tres demonios y sus ejércitos, que estaban conquistando el mundo en una feroz guerra. Su padre, Shiva, le dio otras 13 armas a su hijo, pero parece que nadie se acuerda de ellas. Se cuenta también, que cuando Murugan derrotó a los demonios, convirtió a uno de ellos en pavo real, y le ordenó que fuera su vehículo allá donde fuera.

Desde entonces, la imagen de Murugan aparece siempre empuñando una lanza y acompañada de un pavo real. Y se celebra Thaipusam para conmemorar su victoria sobre los demonios. Por ello, Thaipusam es el día de dar gracias, expiar malas acciones y pedir deseos. Muchos de los devotos de Murugan se clavan pequeñas lanzas en su cuerpo y arrastran kavadis, pequeños altares adornados con plumas de pavo real. Muchos de estos kavadis son complejos aparejos metálicos que van clavados al cuerpo del devoto, quien tiene que caminar aproximadamente 3 kilómetros para afrecer sus votos a la imagen de Murugan. Otros kavadis más simples son recipientes llenos de leche sagrada, que se llevan sobre la cabeza y se derraman sobre la lanza sagrada de Murugan al llegar al templo.

Esta vez tengo un montón de imágenes para mostraros. Y sonidos, muchos sonidos.

La primera noche se llevan las ofrendas de leche de un templo a otro. Las familias se reúnen y durante largas ceremonias bendicen la leche en altares improvisados y la reparten entre los devotos que van a salir en procesión.

Algunos de los devotos pueden llegar a cargar hasta 5 litros de leche en su cabeza.

Como voto de silencio algunos devotos se atraviesan la boca con pequeñas lanzas.

Durante el día siguiente los devotos se preparan para llevar los grandes kavadis, arropados por toda la familia. A lo largo del día las familias van saliendo en procesión y toda la ceremonia puede durar hasta las 2 de la madrugada.

Todo lo que se va a utilizar en la ceremonia debe ser bendecido previamente.

La mayoría de los devotos lleva el peso del kavadi sujeto a un cinturón. Algunos de ellos lo llevan directamente clavado en la cintura.

Durante la larga y lenta procesión, el ánimo nunca decae. Pero algunos de ellos, muchas veces los más jóvenes, piden paso para llegar antes porque las fuerzas les empiezan a abandonar.

Aunque tres kilómetres parece poco, uno de estos grupos necesita al menos 5 o 6 horas para llegar al final y poder quitarse todo el aparejo.

Estuve con todos ellos durante los dos días de celebraciones. Caminé con ellos durante los dos días. Pero también canté, olí, sudé y sufrí con todos ellos. A 35 grados a la sombra, descalza en el asfalto de Singapur, me dejé arrastrar por el fervor religioso de esta comunidad. Me convertí en parte de la masa votiva que lentamente navegaba hacia su salvación. No llevaba nada clavado en mi cuerpo, pero quedé tan exhausta que mi cuerpo se quejó durante varios días después. Y a pesar de que yo, por no ser hindú, no recibí su bendición en forma de mancha de ceniza sobre la frente, mi cuerpo y mi mente, se salvaron: por un momento conseguí olvidarme de mi misma.

Al final, lo más increíble es que horas después todos ellos volverían a sus trabajos, en modernas oficinas o fantásticas universidades de vanguardia. Y yo estaría en un avión volando hacia Australia. En ese momento, eso era lo que parecía más irreal.

Lupe Escoto – Febrero 2009