En Cerdeña pervive aún el recuerdo ancestral de S´Agabbadora, el ángel de la buena muerte, la mujer encargada de facilitar a los moribundos el tránsito al otro mundo.

Llegaba de noche. Siempre encontraba la puerta abierta. Iba envuelta en un manto negro y llevaba un bastón característico, a modo de mazo de madera. S’agabbadora o la acabadora, en castellano, era la mujer, en las zonas rurales de Cerdeña, que se encargaba de atajar el sufrimiento de enfermos o ancianos enfrentados a largas agonías. No era ni enfermera ni religiosa. No repartía oraciones ni medicinas; sólo les administraba la muerte. Una eutanasia rural, socialmente aceptada y semiclandestina.

Se cree que las primeras actuaciones de esta antiquísima figura en tierras sardas, datan, aproximadamente, de hace unos 3500 años. En el seno de cultos paganos probablemente la idea de estas sacerdotisas de la muerte estaba establecida como tal. Con el tiempo, la llegada del Cristianismo y una Europa dominada por una religión que condenaba cualquier cosa que oliera a herejía, esta labor chocaba frontalmente con el ideario de la Iglesia según el cuál Dios es el único con capacidad para dar o quitar la vida. Por ello la acabadora actuaba sin dejar pistas, con la connivencia de la familia y envuelta en un pacto de silencio. No era una bruja ni una hechicera. Su trabajo era un último acto de amor casi necesario en un momento en que no había medicinas para aliviar dolores y en el que la dedicación al cuidado de un enfermo terminal suponía un agujero económico para la familia. Por eso, pese a que su silueta era siempre sinónimo de muerte, la acabadora era considerada en la tradición popular, como la última madre.

El pueblo de Luras, en la zona de Galluras, acoge desde hace unos 10 años, un museo etnográfico que recrea las tradiciones del norte de Cerdeña. Su interior alberga una pieza llena de historia y misterio: el mazzolu o malteddhu, una de las ”armas” con las que estas mujeres llevaban a cabo su cometido mediante un golpe seco en el parietal o la nuca. También podían estrangular o asfixiar al moribundo usando sus manos o la ropa de cama. Eso sí, tenían que trabajar a escondidas de Dios y de los hombres. Por eso, antes de comenzar su intervención, hacían salir a todos los familiares de la sala, y escondían todas las imágenes religiosas y crucifijos; para obrar sin testigos.

Esta práctica que aún está considerada como un tabú, era relativamente común en las comunidades rurales. La acabadora no cobraba por sus servicios. Solían sobrevivir de la caridad vecinal o, incluso, en algunas ocasiones ejercían como matrona, “mastra de paltu”, lo que las convertía en inquietantes testigos del ciclo completo de la vida .

Piergiacomo Pala, fundador del museo de Luras lleva 30 años enamorado de la singularidad de este personaje. Sus investigaciones desde la década de lo 80 le llevaron a buscar, recoger y comparar información, entrevistando a ancianos del lugar y consultando diferentes documentos hasta encontrar, en el interior de las paredes de la antigua casa de una acabadora, el martillo que hoy se expone en el museo. Con el tiempo, los testimonios han ido saliendo a la luz hasta el punto de poder ubicar las dos últimas actuaciones de acabadoras, una de ellas en 1929 y otra en 1952, aunque Pala afirma que es posible que continúe de manera marginal y muy clandestina, pues hace apenas 15 años, una mujer reveló en secreto de confesión que había actuado como acabadora de un hombre muy enfermo, cerca de la localidad de Bosa. Quizá, como las meigas, haberlas haylas; acabadoras clandestinas que llevarían más de tres mil años resolviendo en silencio lo que la humanidad aún no termina de considerar un derecho: el suicidio asistido.

Si quieres conocer la historia de esta mujer podrás vivir la experiencia en nuestro viaje a Cerdeña.