Dicen que cuando María Antonia de Nápoles, futura princesa de Asturias, conoció al que iba a ser su marido y posteriormente, rey con el nombre de Fernando VII, creyó desmayarse, y así se lo escribió a su madre, Carolina de Austria. Ni el aspecto ni la apostura del príncipe español tenían nada que ver con lo que a ella le habían hecho esperar.

No era fácil ser mujer en el siglo XVIII, ni siquiera perteneciendo al distinguido estamento de la realeza europea. La princesa María Antonia, hija del rey napolitano Fernando IV, había nacido en 1784 en el Palacio de la caseta, en Nápoles, y había recibido una esmerada educación, probablemente con vistas a un enlace provechoso. Mientras éste se producía o no, la princesa, que ocupaba el número 12 de un total de 14 hermanos, optó por aprovechar los estudios que se le ofrecían, interersándose especialmente por la Historia, las relaciones internacionales y los idiomas. A los 13 años, era ya una jovencita culta, distinguida y apasionada por la lectura. A esa edad se acordaron sus esponsales.

Su prometido, el entonces príncipe Fernando de España, hijo de Carlos IV, tenía su misma edad. La boda no se celebraría hasta 4 años después, en 1802, y el matrimonio no se consumaría hasta 1803. María Antonia, digna heredera, como recuerdan algunos historiadores, de la inteligencia y astucia de su tía materna, la malograda Maria Antonieta de Francia se vio abocada a un matrimonio con un personaje infantil y completamente despreocupado de la policía española. La reina Carolina de Austria, madre de la princesa de Asturias, hacía patente su antipatía por su yerno por escrito: “Mi hija está desesperada. Su marido es enteramente memo, ni siquiera un marido físico, y por añadidura un latoso que no hace nada y no sale de su cuarto”.

La princesa MAria Antonia de Nápoles, primera esposa de Fernando VII.

La princesa MAria Antonia de Nápoles, primera esposa de Fernando VII.

Pese a que la pareja no conseguía tener descendencia – María Antonia sufrió dos abortos en 1804 y 1805 – parece que en el plano personal y político comenzaron a encajar. Ella, inteligente, ingeniosa y culta, se dispuso a sacar a su marido del atontamiento infantil en el que vivía y le ayudó a introducirse, poco a poco, en los asuntos de estado. Su intervención para involucrar al príncipe de Asturias en la convulsa política española del momento – recordemos que en esa época, España estaba de facto bajo dominio francés dentro de las estrategías que Napoleón urdía en Europa-  no gustó en absoluto ni a la madre del príncipe, la reina María Luisa de Parma,  ni al valido del rey, Manuel Godoy, quienes reinaban a sus anchas con la anuencia de Carlos IV. Era público que suegra y nuera no se llevaban bien, pero quizá no tanto la retahíla de insultos que la reina de España dedicó – también por escrito – a la princesa napolitana, llamándola “escupitina de su madre, víbora ponzoñosa, animalito sin sangre y sí todo hiel y veneno, rana a medio morir, diabólica sierpe…”.

Por eso cuando María Antonia de Nápoles falleció prematuramente el  21 de mayo de 1806 en el Palacio de Aranjuez, surgió una polémica que la madre de la recién fallecida princesa, se encargó de avivar. Pese a que la causa oficial de la muerte fue la tisis que padecía, agravada por el clima madrileño, fueran muchas las voces que acusaron a la esposa de Carlos IV y a Godoy de haberla envenenado. Se llegó a decir que habían introducido un alacrán en el lecho de la pobre princesa enferma, pues la influencia que ésta tenía sobre Fernando empezaba a ser preocupante. No se consiguió demostrar nada. Quizá ni siquiera se intentó. La princesa napolitana murió con 21 años en una corte extranjera, desdeñada por la familia de su marido, y sin conseguir ser ni madre ni reina. José Bonaparte, hermano de Napoleón, se convertiría en rey de España, apenas dos años después. Fernando VII, el entonces doliente viudo, se casaría en otras tres ocasiones y pasaría de ser “El Deseado”, el rey que España deseaba como oposición a la invasión napoleónica, a convertirse en un monarca absolutista, totalmente despreciado por su pueblo.

Como en un misterio sin resolver, María Carolina de Austria, la madre de la infanta, siempre mantuvo que su hija había sido asesinada a instancias de la reina de España.

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